A Dónde Podría Conducir el Golpe en Honduras
Por Manuel E. YepeAún sin claro desenlace los acontecimientos desencadenados por el golpe de estado en Honduras contra el presidente José Manuel Zelaya, ya saltan a la vista y la inteligencia algunas importantes lecciones para los pueblos de América Latina sobre viejos temas en los nuevos tiempos.
Con espanto recibieron los latinoamericanos y caribeños en el último domingo de junio la noticia que revelaba la posibilidad real del regreso a un reciente pasado de opresión y represión pretendidamente sepultado.
Cobraron actualidad en el recuerdo los infaustos tiempos en que los ejércitos del continente se desempeñaban apenas como custodios de los intereses imperiales de dominación estadounidenses vigilando que los gobiernos de turno ajustaran su actuación al juego político democrático representativo, con normas y límites dictados por las oligarquías locales dependientes. Si alguno sobrepasaba los límites o quebraba las reglas, la hoja de parra se quitaba y eran lanzados los militares a la toma del poder.
Durante todo el siglo XX, el golpe de Estado, más o menos cruento, fue el recurso que sirvió para derrocar a los gobiernos nacionales que se desmarcaron de la subordinación a los intereses de las oligarquías y, de paso, llevaron al poder a repudiados dictadores que manchan la historia de prácticamente todos los países de Latinoamérica y el Caribe. Es rasgo común de todos los golpes de Estado en el continente el haber sido ordenados, organizados y/o autorizados por Washington.
Lo novedoso del golpe militar en Honduras es que ha tenido lugar en las condiciones de la nueva correlación de fuerzas políticas en América Latina y el Caribe que se ha ido estructurando a lo largo del último medio siglo, ahora con un presidente de características singulares en la Casa Blanca, envuelto en incógnitas o expectativas diversas para todos los bandos.
De ahí que algunos analistas políticos califiquen ya al de Honduras como un ensayo de golpe de nuevo tipo para responder a nuevas formas de lucha en la región, donde líderes izquierdistas libremente electos desafían el status-quo y se resisten a acatar los límites de la democracia permitida.
Así como el golpe de Estado en Honduras generó consternación, la masiva resistencia contra la asonada y el apoyo del pueblo hondureño al presidente Zelaya, con sus organizaciones sociales integradas en un pujante movimiento popular, han sorprendido a muchos especialistas.
Desde el primer momento, tanto en Honduras como en la región y el mundo, las especulaciones giraban en torno a la actitud que asumiría el gobierno de los Estados Unidos, principal sospechoso de haber instigado la asonada a causa de los antecedentes de su reiterado patrocinio de delitos de golpe militar en el continente.
Solo que en esta ocasión las esperanzas sembradas por el flamante presidente Barack Obama al proyectarse en su campaña electoral por una política de cambios muy diferente a la de su infausto predecesor prometían la posibilidad de una pronunciamiento estadounidense diferente.
Pero con el desarrollo de los sucesos han aflorado contradicciones en la actuación del gobierno estadounidense que no pocos estudiosos de la política internacional han considerado indicativas de que las miras del golpe no excluían objetivos neoconservadores hostiles a Obama.
Quienes mantenían, para no contrariar al presunto culpable, que había que negociar una solución con los golpistas, parecieron satisfechos de que, esta vez, el gobierno de Estados Unidos no violentó, como era antes su conducta habitual, el consenso regional ni obligó a sus más cercanos aliados a distanciarse de la voluntad de la mayoría, lo que permitió que prevaleciera la unidad regional.
Pero pronto se hicieron sentir en la actuación de Washington maniobras discordantes que dejaban en triste posición a su Presidente.
El discurso de Obama parecía definitivo cuando declaró que el golpe fue ilegal y que José Manuel Zelaya, democráticamente electo, seguía siendo el único presidente, al tiempo que reconoció que “sería un terrible precedente regresar a una era en que veíamos golpes militares como medios para transiciones políticas en vez de elecciones democráticas.”
Sin embargo, dos semanas después de formuladas estas declaraciones y otras aún más concretas en apoyo al regreso de Zelaya a la presidencia, Estados Unidos ni siquiera ha retirado a su Embajador de Honduras como lo han hecho los demás países del continente. Aunque oficialmente el gobierno de facto ha hecho ver que solo cuenta con el reconocimiento y apoyo externo de Israel y Taiwan, es evidente que la base militar de Palmerola, célebre por su papel en la guerra sucia contra Nicaragua durante el primer gobierno sandinista, donde hay cientos de miles de soldados estadounidenses, es el centro de mando del golpe militar y, junto con otros cientos de asesores en otras dependencias oficiales, Washington controla la situación en Honduras.
Como presagiara Fidel Castro, el más acreditado líder revolucionario continental, si el presidente Zelaya no es reintegrado a su cargo, una ola de golpes de Estado se desataría para barrer a muchos gobiernos de América Latina y la autoridad de muchos gobiernos civiles en Centro y Suramérica quedaría debilitada sin que los militares golpistas presten atención al poder civil de Estados Unidos.
Si ello ocurriera, la revolución incontenible que bulle en las entrañas del continente no se detendría. Con todas las condiciones subjetivas y concretas dadas para su desarrollo, la opción del cambio pacífico se habría esfumado y no quedaría más camino que el de la insurrección y la lucha armada, como la que libraron los cubanos hace 50 años, solo que ahora a escala de muchos países más experimentados y unidos, que no admitirán el despojo de sus modestos avances democráticos del pasado reciente ni el regreso a la violencia de los regímenes tiránicos y nuevas operaciones del tipo “Cóndor”.
Nota: El autor es abogado, economista y profesor del Instituto Superior de Relaciones Internacionales de la Habana.
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